Capítulo IV: Aires nuevos, Buenos Aires.

Al principio, es todo emocionante y nuevo, recuerdo cada detalle, luego pasas a acostumbrarte y tu fabulosa, exagerada, dramática y alocada vida pasa a ser, tu vida, tu normal vida.

En mi diario anoté detalles insignificantes como mi primera vez en un tren y algunas reflexiones que en el momento me parecían coherentes, y ahora, 3 años después, ya no pienso así. Haber escrito esta experiencia me hizo ver lo mucho que he cambiado en todo este tiempo. Sí, he sido un poco inconsecuente con la escritura de este viaje, quizá nunca logre terminar, quizá todavía estoy viajando, quizá es simplemente una tarea por hacer que no sé si quiero terminar, quizá lo que quiero es recorrer los recuerdos de este viaje, de nuestro amor que ya no significa igual para ninguno de los dos. La vida ha dado muchas vueltas, ya no escribo para quien comencé a escribir, ya no es esa mirada la que juzgara mis escritos, ya me siento más libre, un error no será decepcionante a los ojos de un lector aficionado. Hoy no me importa lo que pienses, en ese momento eras todo. Pensaba que nunca dejaría de amarte como te amaba en aquel momento. Supongo que este viaje y el tiempo que ha pasado desde que terminamos nos ha convertido en ese extremo más alejado del otro, en el otro extremo, el que no queríamos ver, el que no nos gustaba, o acaso era lo que nos atraía, aquello que podríamos ser pero no éramos, sino que nos burlábamos de ellos, que no eran nuestros, y ahora cada uno ha agarrado por el camino correcto para uno e incorrecto para el otro. La verdad sólo es una suposición, no he vuelto a verte ni a saber de ti, a excepción de unas conversaciones con tu mamá y las fotos de Instagram de tu papá. Supe que tenías novia, una iraní, o quizá iraquí, discúlpame si me equivoco. Y que estudias mucho. La verdad me agrada imaginarme la idea de que algún día leerás estas palabras, pero cada día me cuesta más intuir que pensarías de todo esto. Te agradezco por ser el móvil del comienzo de esta historia. Un viaje en el que sucedieron cosas que cambiaron mi forma de pensar y de vivir, que siguen siendo parte de mí, aunque no sean de toda la vida. Espero que si llegas a leer esto te de ternura y no rencor o decepción. En verdad me sigue agradando la idea de escribirte, ahora a otro, no debes ser la misma persona, yo tampoco lo soy, pero todavía quisiera poder contarte muchas cosas. Ya que no me atrevo, te seguiré escribiendo mi historia. Mi viaje.

Como dije, al principio se recuerda todo, todos los detalles por más insignificante que sea. El segundo día de mis días en Buenos Aires, era el cumpleaños de José, probé el Fernet, en verdad ya lo había probado, pero supongo que es una de esas cosas que debes probar varias veces para agarrarle el gusto, como el sushi o la cerveza. Esta vez me gustó, me agradó, bien frio con hielo y coca cola acompañado de mi famosa marquesa de chocolate, porro y gente bohemia pero no alocada, inteligentes, bonitos, interesante, del mundo de las letras y de las artes.

¿Ya te conté que Oscar casualmente estaba en Argentina? Para ese momento Oscar era un gran amigo, después de mi viaje a Río nos hicimos más íntimos. Me agradaba mucho su amistad, su compañía. Por alguna razón me encantaba verlo y estar con él, me hacía sentir feliz, satisfecha y en confianza. Por mucho tiempo pensé que hacíamos un buen equipo, que era una buena amistad, hoy en día no lo dudo.

Oscar estaba en la ciudad de Buenos Aires, a pocos minutos de donde yo estaba. Fui un poco antes del mediodía a visitarlos. Almorcé con ellos: Nabor, Marisela, Rodrigo y Oscar. Pregunté por Safira, creí que estaría con ellos. Momento incómodo.
-         Después te cuento – dice Oscar.

Oscar y yo fuimos a caminar por Palermo. Me contó que tenía que entregar unos trabajos de la Universidad con los que se decidía si continuaba en la maestría. Estaba distraído con el viaje y la familia y sobre todo porque:
-         Safira se volvió loca – dice Oscar sonriendo sin ganas, como desorbitado.
-         ¿cómo así, negro? No estará queriendo llamar tu atención, ¿no estará manipulándote porque no le paras bola por los trabajos para la maestría?
-         Sí, justamente yo pensé eso, pero fue muy raro. Estábamos en Córdoba, en un hotel. En el día Safira había ido con los viejos e Igo a pasear mientras yo intentaba adelantar los trabajos. Al regresar, ya en la noche, se desmayó, fue todo muy raro, llamamos a una ambulancia, Safira se comportaba muy extraño, fue una gritería, mis viejos se despertaron, todo esto en las puertas del hotel. Intenté calmarla y me la llevé al cuarto. Empezó a hablarme sólo en español. Yo le decía: porra Safira o que é isso? Fala portugués. O que acontece com voce?. Seguía hablando en español, actuaba muy extraño. No durmió en 3 días, y yo casi tampoco. Se movía de un lado a otro, yo no entendía nada, y Michelle: tenía cara de loca, no sé cómo explicarlo, pero se le veía en los ojos que algo no estaba bien. Al tercer día me la llevé a hospital, pasamos 14 horas ahí, pasó por psicólogos, neurólogos, toda vaina. 14 especialistas de la cabeza y nada. Todo el mundo dijo que estaba bien, que no veían nada extraño. Al final se terminó yendo antes de lo esperado. La monté en un autobús hacia Río de janeiro, ya llegó, no quiere hablarme.

Estuve un rato más con Oscar, intentando analizar la situación. Caminamos por Buenos Aires, que ciudad linda para caminarla aunque el calor era casi insoportable.

Luego me fui a Constitución (algo así como La Candelaria aquí en Caracas que no sabes si es peligrosa o no después de cierta hora) a conocer a un venezolano que casualmente me había agregado al Facebook ese día porque hacía más de un año yo había hecho un comentario en una foto de un amigo en común. Esas cosas que determinaban los rumbos en mi viaje. Carlos, encantador, nos encontramos en un parque y estuvimos un buen rato hablando.

Aún no ajustaba mi reloj a la hora Argentina. Verano. Atardecer, yo empiezo a preguntar las coordenadas para la vuelta y me doy cuenta que son casi las 11 de la noche aunque apenas estaba atardeciendo y el tren es hasta las 11. Salí corriendo hasta el metro, luego a la estación y entre en el último tren.

15 de enero. Cumpleaños de mi prima, bueno, prima de mis primos, prima. Alejandra, una prima segunda a quien recordaba vestida con un estilo particular cuando éramos niñas, un estilo que me gustaba, hipposo alternativo. Mi tía, tía de mis primos, tía, le había mandado conmigo un vestido. Un encanto. La fui a visitar a la residencia (pensión) en la que vivía en San Telmo, en el centro de la ciudad, un barrio pintoresco de casas altas y flacas.  Era un par de años menor que yo y hay un momento en la vida en que la diferencia es muy grande. Hija de un filósofo y una maestra, la menor de tres hermanos. Había estudiado en Canadá y ahora vivía en Buenos Aires, trabajaba en Unicef y estaba estudiando algo que no recuerdo. Hizo una pequeña reunión por su cumpleaños, no recuerdo a ningún argentino en la fiesta. Dormí en uno de los cuartos de la pensión y al día siguiente me llevó a una tienda estilo Clayco de allá, aluciné. Almorzamos juntas y nos despedimos. Quedamos en vernos pero yo presentía que para eso iba a pasar mucho tiempo. Ah! Tú conoces a sus hermanos, a uno lo encontramos en El Encuentro en El Callejón de la puñalada el día de mi cumpleaños, es el chamo que firma Don Plin en las alturas, un escalador muy bueno más conocido por sus graffitis, no porque sean buenos sino porque los hace en lugares a los que solo llega él y el hombre araña. Y el otro hermano no los conseguimos una vez en el cine y luego fue a la casa con la novia, tomamos cervezas, gracioso, burda de pana. Bueno, ellos son los hermanos de Alejandra, siempre me parecieron particulares y raros, en el buen sentido, siempre me ha gustado lo raro.

Luego de una serie de eventos propios de países latinoamericanos (el tren demoró 3 horas en salir, calor de mierda, no servía el aire acondicionado, etc.) logré llegar a casa de José y su roommate había cerrado a puerta (aunque ya se le había dicho que no lo hiciera porque yo llegaría y José estaría en el trabajo). Esperé 2 horas fuera de la casa hasta que apareció el vecino de abajo: Federico, me invitó a su casa en donde estaba su esposa y sus gatos. Me brindaron pizza. Llamé a José y entendí algo de cita, sushi y lo siento. Afortunadamente el vecino tenía la llave del apartamento de José, desafortunadamente lo descubrimos horas después (aunque gracias a eso comí pizza). Ya estábamos acomodando un espacio para dormir en la casa del vecino.

Al día siguiente, fui a visitar de nuevo a Los Zambrano en un apto que habían alquilado en la avenida Dorrego (nótese: Avenida) a unas 25 cuadras (80 en verano) de donde me dejó el autobús: “sí, yo paso por Dorrego”.

También había quedado en ver a un amigo de Nicolás (mi amigo argentino) que se llama Santiago a quien sólo conocía por Facebook, porque hace un tiempo, cuando en Venezuela se encontraban pasajes a 50$, yo le había reservado la compra de un boleto que nunca usó y nunca compré y ni pasó por Venezuela. Quedamos a las 4 de la tarde en la esquina Dorrego con Av. Cabildo. Ahí estaba yo, en una columna que debió ser la base de una estatua que nunca se construyó. Esperé 30 minutos. Molesta por el embarque. Es raro que le digamos embarcar, capaz la palabra surgió de personas que se fueron en los barcos antes de que sus amantes llegasen. Creo que es de las cosas que más me molestan. Prefiero un no, no quiero verte a esperar a alguien que no llega. Embarcada fui al cyber. El porteño, Santiago, me había mandado un mensaje diciendo, algo así como una hora antes de nuestro encuentro, que no sabía si esas dos avenidas se cruzaban en algún punto (esto me lo dijo por mensaje de Facebook, es decir, tenía acceso a Internet donde fácilmente se puede verificar esa información). Volví al apartamento con Los Zambranos.

Marisela preparó una cena divina y luego nos quedamos Oscar, Igo y yo hablando por horas mientras nos tomamos 3 botellas de vino. Marisela durmiendo y Nabor leyendo El hombre que amaba los perros: “bajen la voz, los vecinos – decía sin levantar la vista del libro”. Novela que luego Oscar le prestaría a Francisco, un argentino con el que me empaté por unos 5 meses, que me leería a mí y que te envié en tu cumpleaños de este año: 2014, y que creo que aún no te has leído aun cuando pensaba que seguías siendo un lector empedernido.

 A las 4 de la mañana no di más, entre el vino, el porro y las 25 cuadras (80 en verano) que había caminado me acosté a dormir. El plan era quedarme un par de días, pero el apartamento era pequeño y Oscar no lograba concentrarse en los trabajos así que volví a casa de José.

Santiago, el que no sabe que en Internet se puede ver si dos avenidas realmente se cruzan o no, para reivindicarse, me fue a buscar y me invitó pizzas en una pizzería emblemática de Buenos Aires. Si no era la mejor, mucha gente lo creía, el lugar estaba lleno. Pizzería Guerrín en el centro. Divinas y carísimas, por lo que para no sentir que abusaba, pedí una pequeña y quedé con hambre. Luego de haber terminado nuestra pizzita, veo que una familia se va y deja una pizza familiar casi entera. Sin importarme mucho lo que pensara Santiago, le dije al mesonero si podía darnos esa pizza (sobra) en vez de tirarla a la basura. Santiago le pareció que aquel gesto era ‘divino’. A veces me imagino que hubieras pensado tú. Te imagino dejándome en mi casa para nunca más volvernos a ver.

Mi amigo Jose vivía a las afueras de la ciudad, y bueno, como no era Venezuela con gasolina regalada, sirvió la excusa para aceptar quedarme con Santiago en el apartamento de soltero de su papá cerca del centro. A la mañana siguiente Santiago me llevó desayuno a la cama: pan tostado, huevos revueltos, jugo y el mejor café del mundo: café tailandés.

-         Gracias, que rico sabe este café.
-         Sí, se procesa en el estómago de un animal. Una comadreja, se come las semillas de café y luego las recogen de sus heces
-         Puaff!

Ese día dormí en casa de José que estaba bebiendo con varios amigos.

Al día siguiente (esto de hablar día por día va a terminar en algún momento, no desesperen, lectores), me encontré de nuevo con Santiago y me invitó a comer pastelitos en la Peatonal Florida, la calle esa que tiene una librería teatro en la que te quedaste todo el día mientras yo me fui a una venta de garaje gigante. Los pastelitos divinos, baratos y con muchos rellenos distintos.


En esos días no aconteció nada especial, gasté 4 horas en un mercado de pulgas enorme en la Av. Dorrego, y sólo compré un gancho de pelo. Comencé a afinar un talento que luego me sirvió en todo el viaje: reciclar verduras y frutas. Pasaba por las verdulerías y pedía las verduras que no vendían y que iban a botar. Resulta que consigues un montón de comida con un huequito, unos tomates maduritos, plátanos negritos como a mí me gustan, un poquito feitas por un lado pero con un 80% de parte sana. Se dice que en el mundo se bota más del 20% de comida. En ese sentido me parecía que lo que hacía no estaba mal, además, una manzana podrida pudre todas las demás. La gente que paga no se lleva la papa que tiene un agujerito, en fin, a lo largo del viaje me di cuenta que el hambre en el mundo viene de no ponerse de acuerdo como sociedad. 

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